Neon

Luz Neón

Rapiña

Manuel Basaldúa Hernández

 

El huracán Otis azotó de manera inclemente la región de Guerrero y de Oaxaca. Dejó a su paso una estela de destrucción y devastación entre las poblaciones, el miedo y la desesperación tomaron como presas a los habitantes que se encontraban al paso de ese inclemente meteoro.

 

Después de la tormenta, dicen, viene la calma. Ese refrán que en México no aplica del todo. Hay un componente que no alcanzamos a dimensionar todavía entre muchos de los ciudadanos mexicanos y que alcanza tintes sociológicos, y que se pueden adjetivar como patológicos. Para varios sectores de la población aprovecharse de manera oportunista de una situación crítica es recurrente. Ese tipo de comportamiento viene de larga data.

 

El saqueo y la destrucción de edificaciones civiles y religiosas de un grupo a otros se ha documentado desde la historia prehispánica. Luego se tuvieron testimonios de esos hechos en la época de la conquista y colonial, esa misma conducta se refirió en la época de la revolución mexicana cuando la “bola” llegaba a arrasar como marabunta todo lo que encontraba a su paso, bajo la mirada complaciente de sus caudillos. Ya en la época de las instituciones y pasada la revolución, la burocracia y la clase política instauro la corrupción casi como acto institucional. La frase socarrona, muy popular, de “Dios mío, no me des, sino ponme dónde hay” se escucha tan normal que pasa casi desapercibida y hasta se celebra en muchas ocasiones.

 

Pues bien, las primeras imágenes con la luz del sol en Acapulco principalmente, se registraron actos de vandalismo y rapiña, como se le conoce, de hombres, mujeres y hasta niños llevando a cabo tan insanas acciones. El saqueo de víveres en las llamadas “tiendas de conveniencia”, mercados o supermercados sería hasta cierto grado comprensible, pero no legales en un estado de derecho, dada la falta y necesidad de alimentos básicos y agua. Muchos justificaran que estas acciones son debido a un acto de supervivencia, pero llevarse aparatos electrodomésticos, de línea blanca, electrónicos y otra mercancía suntuaria raya en la delincuencia. Y esto lastima la buena acción de querer ayudar a una población necesita de elementos sustanciales para la vida diaria y la salud. Se presenta más como una anomia, es decir, un acto de falta de normas sociales que un acto de desesperación por subsanar carencias básicas inmediatas.

 

La indolencia de la rapiña es profunda. Y nadie dice o hace nada al respecto, las bases de la honestidad en el pueblo están deterioradas. Si las imágenes de un accidente en países de medio oriente, cuando se dispersan objetos y mercancías, muestran a una población que acude a recoger y ponerlas en su lugar para ayudar y auxiliar al conductor afectado, en México ocurre que pasan por encima del conductor o lo ignoran si queda herido en el

lugar del accidente, y en cuestión de minutos desaparecen la mercancía. En otros momentos hasta estas acciones son impulsadas por la policía, la autoridad local o por los agentes de los seguros.

 

“Barrer la corrupción como se barre una escalera, de arriba para abajo” como citó el Presidente de la República Mexicana al inicio de su mandato, parecía un mensaje contundente para toda la ciudadanía y su gabinete. Sin embargo, el ejemplo ni se cumplió y pronto pasó al olvido, es más, se convirtió en lo contrario. Ni se barrió, ni fue de arriba para abajo, tomar dinero de donde no se debía fue el mensaje directo para una población que esta sensible a tal provocación. Como si fuera un huachicol social, tomar cosas sin cauces legales ha sido una constante entre la población de nuestro país. Si eso era permitido por las autoridades, no había autoridad moral para reclamarle al pueblo sus acciones de pillaje.

 

Las acciones de rapiña ejecutadas por los ciudadanos, son un síntoma de la ausencia de valores entre la clase gobernante y de ejemplo a sus pobladores. Un síntoma de la enorme ausencia de intervención sobre las necesidades de la población. Un síntoma de la larga lista de carencias y demandas que tiene la población y que no han sido cubiertas por las autoridades en turno, ni por el estado tal como eran las aspiraciones desde la revolución de principios del Siglo XX.

 

Hay que mostrar solidaridad a la gente de Guerrero a pesar de tales acciones indebidas. La devastación de Otis hay que superarla. Y ojalá algún día dejemos de lado la rapiña como acto abusivo de reacción ante la desgracia de otros, o de una práctica alevosa que demuestra una falta social, como repercusión de los actos de los políticos de alto nivel.

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