MIENTRAS LO NIÑOS CRECEN

EL LLANO EN LLAMAS

Sergio Romero Serrano 130723

Debí haber muerto hace cuatro años víctima de una enfermedad de esas que solo nombrarla dan miedo. Estoy vivo gracias al IMSS. Recibí los tratamientos correspondientes de quimioterapia y radiaciones, en medio de la pandemia, sin faltarme más que una, cuyo costo me fue reeembolsado oportunamente. Soy testigo, por supuesto, de la eficiencia de esa institución a pesar de los señalamientos en su contra que responde a intereses mezquinos de políticos sin escrúpulos que son la mayoría. Es para mí, consecuentemente el IMSS, una de las instituciones más importantes que ha creado y sostenido el Estado Mexicano, aun cuando hay muchas cosas en ella que mejorar.

Debo decir que el estar vivo después de superar la enfermedad me ha dado una perspectiva diferente de las cosas. Por lo menos de mi vida. Es mi experiencia y es cierta. Estar consciente de su finitud y brevedad te hace revalorar muchas cosas. Entre otras, ella misma, la relación con tus semejantes, con la familia, con los hijos, los saldos de las cuentas pendientes o no pendientes en el devenir de tu existencia y un sinfín de particularidades que serían muy largas enumerar aquí. Por supuesto que el tiempo ocupa un lugar preponderante: lo que resta y lo que consumiste. En el qué, el cómo y para qué.

Sin embargo, la perspectiva que te da la enfermedad ante la angustia inminente de la muerte puede ser engañosa o alterada. Se redimensionan pasiones y fracasos ante lo que es y no fue o la inversa: lo que no fue pero pudo ser.

Dice Sabina que “no hay peor nostalgia que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Y tiene mucha razón. Pensar en lo que ya no podrás hacer lo que deseabas, aunque siempre lo hayas postergado por negligencia, apatía o pereza, te llena de angustia y te frustra más.

Carlos Cataneda dice que la muerte siempre está a nuestro lado izquierdo y que debemos escucharla porque es la mejor consejera. Yo no lo sabía, aunque muchas veces la sentí como me tocaba el hombro.

Ahora debo reconocer que la muerte siempre nos acompaña desde que nacemos, que está siempre presente en todos los actos de nuestra vida y que hacer el amor es su conjuro y su remedio y que debería ser nuestra hermana, nuestra más solidaria amiga.

De pronto recuerdo que si alguien sabe de la muerte es el maestro Sabines (Sabina/Sabines ¡qué casualidad!) que dice:

…siete veces mil veces he muerto

y estoy risueño como en

el primer día.

Nadie dirá: no supo de la

vida

más  que los bueyes,  ni menos que

las golondrinas.

Yo siempre he sido el

hombre, amigo fiel del

perro,

hijo de Dios

desmemoriado,

hermano del viento.

¡A la chingada las

lágrimas!,

dije,

y me puse a llorar…

Porque nuestra finitud es lo que da sentido a nuestras vidas: la certeza que hay termino y una finalidad. Que ésta le da certeza a la existencia. La muerte es generadora de vida y esto lo sabían con mucha precisión nuestros antepasados originarios. Su culto a la muerte no era una fatalidad sino un ciclo que se reiniciaba. La muerte como dadora de vida, generadora de vida. El movimiento perpetuo del universo.

Sabina también lo describe:

…Mientras los niños

crecen  y las horas

nos hablan

tú, subterráneamente,

lentamente, te apagas.

Lumbre enterrada y sola,

pabilo de la sombra,

veta de horror para el

que te escarba…

La realidad es que en la vida no hay segundas o terceras oportunidades. Es una sola y es todo. Solo hay hoy y ahora. Solo hay que saberla vivir. Y saberla morir.

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