Manuel Basaldúa Hernández
Les dicen “los animales nocturnos”, salen cuando la sombra de la noche envuelve las calles. Cómo si fueran gatos, o seres sigilosos, evitan las miradas de la multitud, y su aliada es la oscuridad de un callejón, un puente o una coladera. Se insertan en un rincón de una “tienda de conveniencia”, en los tubos del drenaje, en las entradas de los depósitos de desechos. Guardan sus pertenencias en las horquillas de los árboles de los jardines, debajo de una banca de una plaza, atrás de las jardineras. Se lavan en las fuentes de los monumentos, comparten el baño con los perros y los pájaros en esa agua que está a su disposición siempre. Los supermercados les otorgan en muchas ocasiones “carritos” para su material recopilado durante su interminable tiempo. Aunque también es útil una caja y una soga para jalar tan preciado material, ya en las últimas, las propias bolsas negras, que junto con las cobijas o los cartones que servirán de cama o protección. Ellos no piden ayuda, ni dinero, ni comida, su dignidad y su alimento es la indiferencia de la gente.
Salen a hurgar a los basureros, a inspeccionar las bolsas negras de la basura de las colonias antes de que pase el camión recolector. No hay tiempo para desanudar ni volver a cerrar las bolsas, por eso es mejor abrirlas de un tajo y regar en el piso su contenido para una revisión más rápida y tomar lo que sea sirva para aumentar su cúmulo de pertenencias y comer lo que sea comible, no importa si ya es fruta algo pasada o casi pudriéndose, o un residuo lácteo en algún recipiente. Al final de la revisión no hay cuidado para regresar todo a su lugar.
Así son la gente sin hogar, los vagabundos, los que deambulan sin destino, sin raíces, sin familia, acompañados ocasionalmente por uno o varios perros fieles, o por sus fantasmas y creaturas provenientes de la esquizofrenia, efectos de las drogas o el alcoholismo, o sino también de sus enfermedades mentales. De ellos solamente se tiene un cálculo aproximado, no hay cifras exactas de ellos ni más datos sobre su promedio de edad u origen porque su movilidad y su mimetismo no permite ubicarlos ni localizarlos. Son los pobres de los pobres. Los miserables que viven al extremo, en una soledad que solo ellos conocen. Y lo que es peor, no se sabe cómo solucionar su situación, es más, si a alguien le interesa solucionarlo.
Algunos llegan caminando a la ciudad, otros viajan en los trenes y deambulan estivalmente por las calles de la ciudad y siguen su paso a no sabemos dónde, otros son reconocidos si se estacionan en una zona, y los vecinos los miran para ubicarlos, y el temor que causan es pasajero y momentáneo. Saliendo de la vista, ya no existen más.
El Gobierno Municipal, así como algunas agrupaciones religiosas, tienen programas de atención para algunos vagabundos, les brindan hospedaje, lugar para la higiene y alimentación diaria. Pero ese es solo un segmento de vagabundos que se han trasfigurado en “nómadas urbanos”, y saben de estos beneficios. Los otros son renegados, son seres que su forma invisible de existir les ha constituido su esencia. La salud mental y el beneficio social no los alcanza a cubrir con su manto. No sabemos si lo saben, y si les importa, pero Querétaro, al menos por un fragmento de su vida, es su casa.
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