Manuel Basaldúa Hernández
Los mexicanos somos malos pacientes. Los mexicanos somos malos ciudadanos. Este par de aseveraciones a muchos les causará molestia, a otros, indiferencia y otros más le causará risa o hasta un falso orgullo. Hemos construido una sociedad que se parece más a un círculo vicioso que a un estado redondo.
Es común conocer que muchas personas acuden al médico cuando la enfermedad se agudiza. Nunca vamos a un chequeo médico preventivo o de revisión cotidiana. Algunos si van esas revisiones, pero son los menos. Pero cuando la enfermedad ataca de manera aguda y la convalecencia es inminente, la visita al médico es obligada. Sin embargo, tras la revisión y hecho un diagnóstico, el tratamiento que el médico receta es seguido por el paciente solamente hasta ya “se siente bien”. Las pastillas o las inyecciones son dejadas a la desidia o porque hay que beber alcohol por un festejo, o porque se van de vacaciones entre muchos pretextos más. Es decir, después de un breve periodo de recuperación el tratamiento es olvidado, o sabiendo que debe seguirse hasta el final, se interrumpe toda vez que las molestias o la enfermedad ya no los tiene postrados. ¿Le suena familiar esto?
De la misma forma, diríamos que la mayoría son malos ciudadanos cuando se sale a la calle y no se siguen las elementales formas de convivencia y buen gobierno. Estacionarse en lugar indebido, hacer la parada al autobús donde uno va pasando y no en donde es la indicada, tirar basura, no obedecer las señales de tránsito, entre otras infracciones menores, pero significativas es el pan de cada día en la vida de los mexicanos.
Asumir la responsabilidad de ser un ciudadano responsable y respetuoso del estado, de las leyes y las buenas costumbres, también es otro de los aspectos que a los mexicanos les cuesta demasiado trabajo. Demandantes acérrimos de justicia, pero desobedientes mientras se pueda de las leyes que rigen la armonía de la civilidad.
De todos los acontecimientos de violencia, de infracciones, y de muestras de falta de respeto a las leyes, la que destaca en estos días es la reyerta sucedida en el Mercado de Abastos. El suceso en particular sucedió cuando un oficial de tránsito detuvo a un motociclista para infraccionarlo debido a que no portaba casco reglamentario e ir en sentido contrario ascendió a mayores consecuencias. El ciudadano, lejos de asumir su responsabilidad y hacer conciencia de su falta, increpo al oficial, y se lio a golpes con él.
Lo destacado del hecho es que muchos de los presentes que fueron testigos del hecho tomaron partido por el ciudadano infractor, y violentaron al oficial. No solo en forma física sino también en redes sociales. Lo importante del evento es que esto muestra el nulo respeto que existe en nuestra sociedad por el estado de derecho.
No es que este suceso haya detonado nada, simplemente es la cadena de ausencia de autoridad internalizada en la ciudadanía. A la policía se le ve, incluidos los mismos agentes, y sus respectivos mandos y las autoridades de gobierno, a un sujeto con representación relativa del estado. Donde la corrupción es una sombra que está detrás del símbolo, donde el abuso es una práctica común.
Los agentes de tránsito o de policía, se les degrada cuando el ciudadano se refiere a él como “el poli”, “mi poli”, y este se rebaja cuando al ciudadano se refiere como “mi jefe”, o “jefe”. No es que uno tenga mayor poder sobre otro, ambos, ciudadano y policía son parte del estado. Es decir, el estado como el regulador de nuestros mecanismos y formas de responsabilizarnos del comportamiento en sociedad.
Mientras no cambiemos de mentalidad asumiendo la responsabilidad de la convivencia como grupo social, seguiremos viviendo en un constante estado de excepción, donde las leyes están a merced de quienes sepan manejar, de quienes se dejen manipular, y esto derive en una descomposición social, que nos aleja de una sociedad moderna y verdaderamente democrática.
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