Para Richard y Pedro.
Manuel Basaldúa Hernández
Hace tiempo, haciendo trabajo de campo en una zona rural del Estado de Guanajuato, termine de hacer mi levantamiento de datos y entrevistas que tenía como encargo sobre el tema de la calidad de servicios del Estado en esas comunidades. Mientras esperaba a mis compañeros que hacían lo mismo, me acerqué a curiosear a una escuela, era de nivel secundaria, y vi que en un salón había tremenda algarabía. Me asomé en una de sus ventanas, y de repente fui sorprendido porque advirtieron mi presencia los alumnos y se hizo un silencio. La profesora reaccionó ante la mirada curiosa de sus alumnos y volteo hacia donde me encontraba. Entonces acudió a mí y me abrió la puerta del salón, me invitó a pasar. Sin poder decir nada, acepté la invitación y de pronto me encontraba al centro y al frente del salón, con casi media centena de muchachos viéndome.
La profesora rompió en llanto y me expreso ante todos que ya no podía más. Que era demasiada carga para ella su trabajo. Y empezó a señalar a cada joven con sus problemas y lo que esto significaba para sus propósitos de metas educativas. De lo que resaltaba era, hijos abandonados por padres divorciados, hijos de migrantes, ausentismo, distracciones por síndromes de hiperactividad, poca disposición a realizar las actividades, bajo índice de lectura, poco interés en el aprendizaje, desnutrición y mala alimentación, entre otros muchos aspectos, y se agravaba el escenario por la falta de recursos e instalaciones de la escuela; no tenían agua la mayor parte de la semana, los baños no servían, la señal de internet fallaba a menudo, y eran objeto del vandalismo frecuentemente. Entonces, me exigía que gestionara ante las autoridades estas anomalías y su condición, y que tomara nota de las profundas necesidades de la escuela.
Reaccioné ante esa petición, y por fin pude hablar, diciéndoles el objeto de mi presencia en ese lugar. La profesora me confundió con un inspector del sector educativo, que había solicitado su presencia ya hacia bastante tiempo. Le aclaré mi presencia en la escuela. Después de un incómodo momento por dicha confusión nos soltamos a reír todos. Sin embargo, les pedí a algunos estudiantes que nos platicaran de sus problemas y su percepción sobre la educación, así como sus planes a futuro. Debo decir que aquello se convirtió en una sesión de terapia y desahogo para la maestra y los jóvenes alumnos.
Este recuerdo vino a mi mente, cuando leí en varios medios de comunicación queretanos sobre la protesta de padres de familia en una Secundaria de la comunidad de El Salitre. Varios estudiantes le prendieron fuego a un compañero de clase, y para ello fue intervenido quirúrgicamente, y su atención psicológica ha sido brindada de manera irregular. Los padres exigen la destitución de la directora y de la profesora, así como dar de baja a los estudiantes agresores. Después se supo que la directora estaba de permiso por cuestiones de salud, y la profesora al momento del acto violento, estaba atendiendo una denuncia de acoso sexual.
Estos eventos son frecuentes en las escuelas, y solo se hacen visibles cuando se denuncian o hay protestas de por medio. Caben aquí varias preguntas ¿El sistema educativo queretano tiene un diagnóstico del contexto social de sus unidades educativas? ¿Con que personal especializado cuenta, y es un número suficiente para la atención? ¿Las instituciones locales de educación como intervienen en el entorno de las escuelas?
La familia como núcleo socializador está pasando por una crisis de sostenibilidad económica que no permite comunicación, relación de afecto, de enseñanza de valores y hábitos. El encierro obligado al que está sometida la familia por pandemia, pero también por inseguridad, por la invasión de aparatos digitales y sus redes, entre otros aspectos, presionan a los integrantes de las familias a disfuncionalidades. El estado por su parte, se ha dedicado a programas sociales unilaterales donde se les otorgan dadivas y paliativos que tienen poco impacto en el desarrollo y avance de la educación y su instrucción. Sin contar con las precariedades que sufren las instalaciones de las escuelas mismas. Este tipo de ambiente es lo que provoca que los jóvenes alumnos se extravíen en sus metas y formas de convivencia. Por otro lado, la organización magisterial, los sindicatos, las fraternidades y la excesiva carga de trabajo no otorga espacios de convivencia, de retroalimentación y de válvulas de escape de los profesores, sin que se les tome en cuenta como seres humanos necesitados de socialización y reconocimiento, o al menos de escucharlos en sus entornos complejos.
Un paso importante para salvar estos espacios, es conocer que es lo que pasa con la escuela, y extender más programas de intervención e interacción donde las familias estén involucradas. Donde los profesores sean incorporados a un sistema funcional de convivencia de la comunidad, con un reconocimiento adecuado a su esfuerzo y trabajo docente.
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