Sergio Romero Serrano
190123
Siempre he tenido un apego especial a la literatura. Particularmente a la poesía. He leído algo. No mucho. Y creo que este gusto se derivó de las primeras lecturas que realice en la primaria, en los libros de texto gratuitos y otros adicionales -como material de lectura- que nos pedían nuestros maestros que consiguiéramos particularmente.
Recuerdo haber leído en primaria a Gabriela Mistral, a Nicolas Guillén, a Rubén Dario, a Octavio Paz, A Gustavo Adolfo Becquer, entre otros muchos más y sin darme cuenta, porque en ese entonces no sabía con certeza la calidad de lo que estaba leyendo.
Tomé conciencia de la importancia de estos autores hasta la secundaria y particularmente en la preparatoria de la UAQ, en la década de los setentas, donde tuve la fortuna de encontrarme con maestros de la talla de Eduardo Ruíz Castellanos y Pancho Perrusquía, ya fallecidos, que me introdujeron a la literatura hispanoamericana y al teatro.
Más tarde trabé amistad con el maestro Florentino Chávez y Salvador Alcocer y estuve más o menos cercano a poetas jóvenes de esas décadas del siglo pasado, como José Luis Sierra, José Luis de la Vega -ya fallecidos- y Juan Hugo Pozas.
Desarrollé -evidentemente- un gusto especial por la poesía y el teatro, que me han acompañado toda la vida. He intentado escribir ambos géneros sin éxito y he sido docente por muchos años en preparatorias, siempre tratando de inculcar ese gusto por a literatura que me compartieron mis antiguos maestros. Esto último tal vez sea una forma de sublimarme.
Sin embargo, debo confesar mi absoluto fracaso, porque no he conseguido influir o contaminar con mis gustos literarios, ni a mis hijos. Es una vergüenza, pero debo confesarlo y asumo mi responsabilidad de fracasado.
En mi descargo debo decir que lo tiempos actuales han sido particularmente difíciles para cultivar el buen gusto por la literatura, en todas sus manifestaciones. Principalmente por las garrafales experiencias que el sistema educativo mexicano a hecho en sus reformas fallidas, donde entre otras cosas mutilaron, suprimieron y desaparecieron contenidos serios y emblemáticos, por supuestas habilidades y destrezas, siempre imitando modelos educativos externos y “exitosos” que intentaron aplicarse a “tabla rasa” en el país, con el consiguiente estrepitoso fracaso.
Nadie con un mínimo de decencia y honestidad intelectual, puede afirmar que nuestro sistema educativo nacional es nuestro orgullo. Históricamente ha venido en picada. Suele ser común que profesores nos encontremos con alumnos que llegan a la educación media superior, sin saber leer ni escribir e ignoran las operaciones matemáticas elementales. Y no son casos extraordinarios.
Todos sabemos que este problema se acentuó con los dos años de pandemia en que el sistema educativo se paralizó y trabajó de manera virtual, produciendo estragos aún no totalmente determinados, particularmente en el nivel básico.
Al menos así lo indicaron en su momento las pruebas PISA, aplicadas en el país durante las últimas décadas, como un instrumento que radiografiara las condiciones educativas, ubicándonos en los últimos lugares de los países evaluados.
A todo ello, debemos agregar su contribución de las políticas pública en materia educativa que instrumentaron por décadas los gobiernos neoliberales, ponderando rabiosamente la destrucción sistemática de la infraestructura educativa nacional en todos los niveles. Se planteó como urgente la privatización de escuelas y universidad, ahogando presupuestariamente a estas instituciones, al igual como se hizo en materias de salud, vivienda y derechos elementales de los trabajadores como salario, jubilación, antigüedad, vacaciones, etc. y que significaron brutales retrocesos en su calidad de vida, que llevará muchos años revertir.
Y por si eso no bastara, un entorno social que ha magnificado la trivialización de la vida en casi todos sus aspectos: la frivolidad, el mal gusto y la vulgaridad, a través de contenidos difundidos masivamente en los medios de comunicación tradicionales y no tradicionales, exaltando mensajes en canciones, videos, series, programas, películas, opiniones políticas, etc., donde se ha “normalizado” todo. Entre otras cosas graves, la misoginia, la explotación sexual, la drogadicción, el individualismo y una infinita violencia verbal, física e idiológica, donde todo se vale y todo se puede.
Así que ¿cuál es el espacio que se le ha dado la poesía, a la literatura, a la cultura en general? Poco, muy poco o nada. Ya no solo en las políticas públicas en los tres niveles de gobierno. Aquí hay que señalar incluso la grave ausencia de las instituciones educativas, particularmente las universidades, donde sus presupuestos dedicados a estos rubros prácticamente han desaparecido.
En una visión ontológica donde todo lo que no se vende o se compra, no sirve, no tiene utilidad comercial y no produce dinero, es algo social e intelectualmente inútil.
Así, solo esto puede explicar lo que en algún momento de mi vida docente me aconteció con un alumno de preparatoria, donde después de leer algunos poemas en clase y de exaltar el valor artístico del poeta, me acribillo con una pregunta demoledora: profesor ¿que la poesía no es algo como de geys?
Casi me da un infarto. Cerré mi libro y abandoné el aula, porque no supe que contestar. Sin embargo, una pregunta me asaltó en ese momento: ¿cómo verán el mundo los jóvenes de hoy, que algo delicado, tierno o bello, lo perciben como propio de sensibilidades especiales, muy distante a la condición heterosexual? ¿Cómo será su entorno familiar? Cuándo se enamoran ¿qué sienten y en qué piensan?
En el mundo práctico, utilitario, materialista, individualista, donde el sentido del éxito solo es medido por la cantidad de bienes materiales que se pueden acumular ¿qué espacio puede tener la poesía?
Poco o nada.
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