El Llano en Llamas por Sergio Romero 24/02

Tengo la impresión que el destino político de Ricardo Anaya, se selló en el debate presidencial de la pasada contienda, cuando el candidato López Obrador, ante el ímpetu avasallante del carismático “joven maravilla”, quien buscaba apabullar al viejo lobo de mar, éste -sujetando con la mano el bolsillo donde guardaba su cartera- alcanzaba a decir que iba a cuidarla para no perderla ante el “aprendiz de mafioso”.

En ese momento, me pareció un exceso del candidato morenista y un abaratamiento del debate, que lo ponía al lado del “Bronco”, al proponer “mocharle las manos” a los ladrones, como remedio radical a la corrupción. No pude evitar imaginarme que tendríamos en México varias generaciones de políticos sin extremidades superiores y con prótesis.

Entonces no eran todavía públicas las sospechas sobre los excesos del candidato queretano. Pero todo indica que actual presidente si tenía ese conocimiento. Anaya poseía una reputación más o menos sólida de ser un joven político brillante y exitoso. Recordemos tan solo cómo fue despedido con aplausos por su mesurada gestión en la cámara de diputados, cuando terminó su presidencia en la LXII Legislatura, por todas las bancadas.

También cómo había tomado la dirigencia nacional de su partido y cómo se deshizo de sus oponentes internos, hasta conseguir la candidatura. Hoy, Ricardo Anaya se asemeja más a un ángel caído en desgracia, que al brillante y promisorio “joven maravilla”, que causaba sensación en donde se paraba. En la contienda, el oropel se le cayó y vimos al político repitiendo las viejas fórmulas gastadas de la ambición mal disimulada, la incongruencia en su discurso de campaña y las mentiras reiteradas que desprecian al oyente.

Las cuentas que entregó el joven político de su carrera promisoria son decepcionantes: entregó un partido dividido, confrontado y debilitado, que recomponerlo y reposicionarlo, les está costando mucho trabajo. Han perdido credibilidad y legitimidad.

Las alianzas perversas con el PRI y otros partidos, gestadas desde el salinato, cobran sus facturas y Anaya las profundizó y luego las negó. Le ha hecho mucho daño a su partido y me temo que no ha aprendido la lección: los que se auto consideran muy inteligentes y “tejidos a mano”, suelen equivocarse muy rápidamente por su soberbia y arrogancia. Es un defecto muy común ente políticos y ambiciosos perversos. Ahora hay muchos casos a la vista, porque el momento político los hace salir de las madrigueras y exhibirse rabiosamente y sin pudor.

Después de pasar por un largo silencio el joven queretano vuelve a salir a la escena política, a tratar –nuevamente- de destruir a su oponente, pero con la misma estrategia: imitándolo. Ahora anuncia que va a recorrer el país para conocerlo y llegar a ser –ahora sí- presidente de la República, en el 2024.

Se fotografía comiendo tacos y trabajando a la par con artesanos. Sin pudor y sin respeto. Quiere convencer y legitimarse. Disculpe la pregunta, lector, pero es obvia: ¿así?

Para empezar, el joven político olvida que nos debe a los mexicanos algunas explicaciones que paso a enumerar: Primero, debe explicar por qué es señalado por los que fueron sus aliados políticos, de haber recibido mucho dinero ilegal, para corromper procesos legítimos que dañaron al país y a los ciudadanos.

Segundo, tiene que explicar porque una parte importante de su vida como político la ha pasado radicando en el extranjero y al mismo tiempo, quiere ocupar cargos de primer nivel en el Estado Mexicano.

Tercero, debe transparentar el origen de los recursos con los que ha sustentado esa vida cómoda en el exterior. Y cuarto, debe explicar quienes están financiando su actual campaña política publicitaria, para poder borrar en la opinión pública, la desconfianza que ha generado su actuar opaco y secreto en el manejo de sus finanzas.

Mientras no explique lo anterior, cualquier actividad política que realice, cualquier señalamiento o cuestionamiento que haga de la vida pública del país, no tendrá consistencia ni autenticidad. Anaya debe buscar restaurar la confianza y la legitimidad que perdió en su actuar extraño, ajeno a la ética y a la congruencia que todo político serio nos debe ofrecer a los ciudadanos.

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