Sergio Romero Serrano 150721
Jamás me había lavado tantas veces las manos: treinta, cincuenta veces al día. Ni me había angustiado tanto saludar de mano o dar un beso. Aterrorizarme de que alguien respirara cerca de mí o sentir su aliento, un estornudo o un tosido. Obligado a usar dos cubrebocas al salir a la calle o al caminar sobre un pasillo concurrido.
Como apestados, retirarme lo más posible de las personas que me rodeaban, casual o intencionalmente. Sentarme en un mueble que no fuera el de casa, me obligaba a calcular riesgos, una mesa o un escritorio.
Tocar algún objeto que no fuera mío. El baño riguroso al regresar las poquísimas veces a casa. Miedos terribles que jamás había experimentado llenaron mi cotidianidad, tomaron a sangre y fuego mi seguridad y mi tranquilidad, y me volvieron rehén de la sobrevivencia. Preocuparme de que me abrazaron mis hijos o me dieran un beso mis nietos, me alteraba: me sentía sucio, manchado, infectado, contaminado. Miedo. Mucho miedo al contagio y a la posibilidad de la muerte.
Así hemos vivido en el mundo en los últimos meses que ya suman más de año y medio. Esto, independientemente las bajas, los ausentes, los que perdieron en la lucha, los que dejaron huecos en nuestras vidas que no se volverán a llenar. Huecos que nos acompañarán hasta que seamos -a su vez- un hueco más. Si este panorama me lo hubieran vaticinado, no lo hubiera creído –por supuesto- y me hubiera dado por ofendido por tal atrevimiento.
Pero así fue, así es y parece que no va a irse y seguirá entre nosotros, agazapado, esperan la oportunidad, un descuido o un exceso de amor. La pandemia nos ha arrebatado muchas cosas y no ha enseñado muchas otras. La más importante de estas últimas, tal vez, es valorar la vida y las infinitas posibilidades que nos brinda cuando la tomamos en serio y nos hacemos acompañar de ella.
Y de las primeras, probablemente sea que la mezquindad siempre se hace presente en aquellos que no tienen nada más que dinero y utilizan todo para preservarlo y multiplicarlo. Son los que pueden mentir con naturalidad y destruir cualquier buen propósito por noble que sea, con tal de satisfacer su interés, su ego y su billetera. A mí, la pandemia me ha arrebatado amigos y familiares.
Todos hemos sufrido por esto. Por lo mismo hay un mínimo de respeto que debemos tener por la memoria de los que ya se han ido y que implica hablar con la verdad, sobre las políticas públicas en materia de salud. Es lo básico que podemos exigir a políticos y gobernantes. La mezquindad debería quedar fuera de la contienda política. Basta de que sea la tierra de nadie donde no hay reglas, honor, principios y compromisos. Sería importante empezar a limpiar la política de oportunistas y demagogos
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