Por: Sergio Romero Serrano
Escribo estas líneas mientras el paro en el UAQ continua. Ojalá y termine pronto porque ahí perdemos todos. Que una institución educativa permanezca inactiva no beneficia a nadie. No estoy restando legitimidad y derecho al movimiento. Todo lo contrario. Abstenerse y bajar los brazos es -a veces- una forma eficaz de acelerar procesos. Y en este caso, está más que justificado, porque es un problema que tiene décadas y que ha sido soslayado por las autoridades de entonces y las de hoy.
Sorprende que hoy haga crisis, porque ya había indicadores desde hace tiempo, de que se iba a radicalizar por no darle una salida viable al problema; es decir, reconocer el derecho de los estudiantes a no ser violentados en ningún aspecto y bajo ninguna circunstancia.
Esta violencia se ha manifestado de diversas formas y en diversas circunstancias, alcanzando incluso a trabajadores de la administración y académicos. La violencia se ha extendido en la UAQ desde hace tiempo. Aparte de la sexual hay violencia laboral y académica: la UAQ tiene-por ejemplo- una estadística impresionante de despidos injustificados de trabajadores en las dos últimas décadas, por razones que poco o nada tienen que ver con el desempeño laboral de los afectados.
Se ha tratado de ajustes de cuentas entre los diversos grupos políticos que operan en la universidad, algunos con nexos partidistas -otros no- que una vez que toman el poder o el control institucional, se deshacen de adversarios por “haberse equivocado de candidato” o de elementos “incómodos” para el modelo y retórica a imponer por las direcciones de las escuelas y facultades o en la rectoría.
Y permea también en los sindicatos. Esto último es del dominio público. Recordemos las confrontaciones abiertas y públicas con el STEUAQ y el SUPAUAQ, durante la administración de Gilberto Herrera, por ejemplo. Pero también las hubo con Raúl Iturralde y en menor medida con Dolores Cabrera.
Esta necesidad de control con el que ha vivido nuestra universidad y que no es exclusivo de ésta, sino que responde históricamente a un modelo sistémico, impuesto en mayor o menor grado en todas las instituciones de educción superior púbicas del país, fue una respuesta -entre otras- al movimiento estudiantil del 68.
Manipular las sociedades estudiantiles y a los consejeros universitarios en las negociaciones por los votos para elegir directores y rectores ha sido una tarea permanente de los grupos de poder al interior. Ese manoseo realizado por “operadores políticos”, bien conocidos por la comunidad universitaria en general, gozan de privilegios y consideraciones que les permite violentar los derechos de estudiantes y trabajadores, con un amplio margen de impunidad.
En estos términos, la universidad siempre ha sido un “botín político” de los grupos que permanentemente se disputan el poder, pero que lo hacen de una manera ilegítima, porque trastocan la naturaleza de la institución que es educar. Pero educar en la verdad. Y también en el honor, cosa que requiere una alta dosis de congruencia académica y política.
Hay que recordar que la universidad es un microcosmos de la sociedad en la que está inserta. Las particularidades del ambiente político en ella, es una copia mala de lo que suele pasar en los partidos políticos, en sus procesos para la toma del poder -que es su naturaleza- y el reparto que hacen una vez como gobierno, de cargos y puestos de trabajo.
Por ejemplo, el número de despidos injustificados al finalizar una administración municipal o estatal para acomodar a militantes y a compromisos de campaña, es una costumbre muy arraigada que tiene un costo económico muy fuerte para el erario público y para la economía de los trabajadores afectados, pues no solo es la pérdida del ingreso, sino los recursos y el tiempo a destinar para obtener una posible liquidación.
Eso, en la universidad, adquiere a veces tintes patéticos pues se ha convertido en un problema endémico anteponer las decisiones políticas a las académicas, trastocando toda lógica y sentido común, pues esta violencia institucional enrarece el ambiente laboral y académico, produciendo un malestar y un hartazgo que generalmente no tiene salida.
Es decir, la violencia que hoy se denuncia y mantiene en paro a la universidad es antigua y no se reduce solo al acoso de que son víctimas las alumnas y alumnos, sino se extiende a otros ámbitos de la actividad universitaria como es lo laboral y lo académico, y en el que -probablemente- sea su origen. Lo que sucede en las diferentes escuelas y facultades de la institución, no solo es responsabilidad de la rectoría, sino se crea y se reproduce bajo la mirada complaciente de directores y funcionarios de primer nivel.
En este contexto, la UAQ está obligada a iniciar un proceso de reflexión a fondo sobre su desempeño, redefiniendo sus objetivos a pesar de que están a la vista y se consagran en su lema de una manera clara y contundente: EDUCAR EN LA VERDAD Y EN EL HONOR.
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