Cuando el cura llegue
de mi cama al borde
Y por rutina diga:
Hijo, ¿qué pecado has cometido?
Yo diré: ¡ninguno!
Acaso Padre el haber nacido.
¡No blasfemes! -dirá el cura-
Más parece de hombre cobarde,
Que de un ser valiente
A la hora de su muerte,
La insolencia que has vertido.
¡Escucha bien! -el seglar a voz alzada-
Denotar blasfemia contra la vida,
Con alarde no reconocer las faltas
Cometidas, ya veniales ya mortales,
Es pecado de soberbia o ignorancia.
Hijo -diría el confesor afligido- a la tumba
No te lleves ¡espinas de arrogancia!
El párroco hundirá sus ojos
En el fondo de los míos, reclamando:
Me haces, demonio, perder los votos,
Afuera hiela y hace mucho frío,
Escucha serio ¡por Dios! y arrepiéntete:
¿Acaso varón no eres, de fe creyente?
Juzgue bendecido Padre, usted mismo:
Mi maltrecha senda desde párvulo,
Ha sido acuñada por el catecismo,
Más si algo con honor decir puedo
¡Es que de nada estoy arrepentido!
Y digo: en esta hora de dolor caída,
Ya sin fuerza, sin luz, sin salida,
Con evadir la extrema confesión,
Hermano, nada gano, nada pierdo;
Pero sí dejar constancia ruego,
Sin verter reclamo, sin proferir exigencia,
De algo amargo que rumiando vengo:
En mis cuentas, al andar el mundo,
Entre lo bueno y lo malo, si deuda tengo,
Clamo, que sin pecado, ha sido concebida
Y, por verdad que la muerte atestigua,
Indulgencia y justicia debo ir recibiendo,
Pues la vida, Padre, ¡me sale debiendo!
Deja una respuesta