Por Sergio Romero Serrano
En alguna ocasión, hace algunos años tuve la oportunidad de conversar con un ciudadano español que asesoraba a alguna empresa en la ciudad de San Juan del Río. Parte de la conversación derivó en lo que él señalaba, “la propensión asombrosa de ustedes los mexicanos, a corromperlo todo, a trastocarlo”.
La frase expresada de manera tan lapidaria me abrumó y no supe que contestar en ese momento. De entrada, reconocí que en muchos sentidos tenía la razón: somos el país de las máscaras y las simulaciones, que han inspirados textos tan singulares como el Laberinto de la Soledad, de Octavio Paz o El Gesticulador, del dramaturgo Rodolfo Usigli.
Confieso que el hispano me dejó reflexionando varios días, hasta que concluí –nuevamente- que era cierto. Nuestro sistema político es un claro ejemplo de ello. Hemos hecho de la política el arte de mentir, simular, engañar, distorsionar y endosar la responsabilidad a los demás. Esto ha causado graves daños económicos y políticos al país y lo ha sumergido en un atraso asombroso. Porque –pensándolo bien- tenemos todo para desarrollarnos. Pero han sido nuestras pésimas decisiones y la corrupción, lo que nos ha dejado en el atraso endémico, a pesar de algunas manifestaciones realmente brillantes.
Pero la pregunta que más me inquietó, al tratar de encontrar la respuesta para el hispano era ¿en qué momento nos convertimos en esto? Porque en un ejercicio mínimo de memoria, aceptaríamos que las culturas originarias de América, no eran así –o por lo menos- no tenían una propensión importante a ello, según las descripciones del mundo indígena en los pocos textos que dejaron los cronistas de la conquista y los estudiosos de la colonia.
Fue la devastación de nuestras formas de vivir –que sistemáticamente destruyeron nuestra memoria y nuestros valores por ser consideradas demoniacas- con el único objetivo de desaparecerlas. Los españoles no nos exterminaron porque necesitaban la mano de obra para hacer producir la tierra y extraer los minerales preciosos que les interesaban. Decidieron mejor… ¡mezclarse! Empezando por Cortés.
Lo importante para la mayoría de los aventureros que llegaron, era enriquecerse rápido y regresar a España. El libro de Eduardo Galeano Las Venas Abiertas de América Latina, es muy ilustrativo sobre el brutal saqueo de los recursos de nuestras tierras.
Ello, contrariamente a lo que pasó al norte del continente, donde se predicaba que el “el mejor indio, es el indio muerto”. Y casi los exterminaron, cometiendo un genocidio que ni siquiera ha sido señalado.
Entonces ¿en qué momento cambiamos y por qué? La respuesta está a la vista: cambiamos para parecernos a los españoles. Como ahora cambiamos para parecernos a los gringos. Nuestra identidad endeble nos hace imitadores manipulables.
Las justificaciones políticas de la conquista fueron fachadas para esconder el interés inmediato: expoliar estas tierras.
La catequización de los indígenas y su supuesta protección a través de las encomiendas, solo propiciaron una especie de esclavismo que perduró durante cien años aún después de declarada la independencia a través de las haciendas. Es decir, los españoles son nuestros padres de la simulación, el engaño y el hurto. Fueron imperio, es cierto. Pero les duró poco tiempo el gusto.
Esta visión llegó –me temo- hasta nuestros días, a través de la hegemonía del PRI y el PAN, que ha permeado nuestra vida política durante casi ochenta años, hasta convertirnos en la casi “dictadura perfecta” de la que habló el peruano Mario Vargas Llosa. Es parte de una cultura que bien adoptó y perfeccionó el PAN: la represión, la simulación, el cochupo y la componenda, entre otras linduras. Todo con el noble propósito de espoliar al país de manera impúdica y sistemática. El yo y mis cuates extranjeros.
En la entrega anterior de esta columna habíamos señalado esa tendencia del sistema político mexicano, a tratar de desaparecer todo aquello que le incomoda, eliminándolo –o al menos intentándolo- en un desesperado esfuerzo de sobrevivencia. Pusimos de ejemplo la vida de Rosario Ibarra de Piedra, quien al desaparecerle al hijo –Jesús, como a cientos más de jóvenes- por las policías que combatían al supuesto comunismo, solo consiguieron crear un movimiento emblemático de lucha por la vida y la ley.
Lo habíamos advertido en este mismo espacio en relación al INE y el extraño comportamiento de los dos principales consejeros: Lorenzo Córdoba y Ciro Murayama, quienes olvidaron su guion como actores-impulsores de la democracia en este país, para convertirse en burdos simuladores de propósitos inconfesables, ajenos a toda lógica política. Y debemos reconocerles que lo lograron: el INE probablemente desaparezca para dar pauta a otra institución diferente, con dos aspectos fundamentales: más económica y más democrática.
Hay que reconocer los enormes esfuerzos que realizaron los partidos políticos en general y los propios consejeros –marrulleros y tramposos- para devastar a esta noble institución, tan terriblemente costosa, que debió darnos certezas sobre los procesos de elección. Lorenzo Córdoba y Ciro Murayama pasarán a la historia del país, como los tramposos que acabaron con el INE.
El español tenía razón. Trastocamos todo, lo pervertimos por la ambición barata y el individualismo. Pero ellos, no cantan mal las rancheras.
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