Manuel Basaldúa Hernández
Para distinguir los nombres correctos y a las personas sirven los apellidos y los motes, dice Jorge Ibargüengoitia en su memorable libro de artículos periodísticos “Viajes a la América ignota”.
Ponerles nombres a los hijos fue siempre un acto que lleva algo de misterio por parte de los padres. En México a principios del Siglo XX varios de los nombres se referían a personajes griegos, tales como Orestes o Práxedis. Más adelante se rigieron por el calendario, que influía el Mas antiguo Galván, así que unos se llamaban Aristarco, Sofonías, Floro, entre algunos de ellos. En otro tiempo más adelante se bautizaron a los niños con nombres de los santos o las vírgenes que tenían fechas conocidas: María, José, Juan, Jesús se multiplicaron. Así que, en ese tiempo, dice nuestro autor guanajuatense, cuando antes “el que llama dice: -habla Jorge López Bermúdez. El que contesta cubre la bocina y anuncia: te habla el Fifirafas.”
Los papás también pensaron en nombres grandilocuentes para sus hijos, por ejemplo, cuando querían evocar a Alejandro Magno, y de cariño le dicen simplemente “Ale” y ahí quedó la cosa. Igual sucede cuando le ponían el nombre de Francisco, y se simplificaba el “pancho”, si es que no era considerado con alguno de sus defectos o circunstancia que lo señalara particularmente como Pancho el Gordo, o simplemente ya era “el gordo”. Bueno, hasta aquí dejamos el articulo “Catalogo onomástico” de Ibargüengoitia.
Todo esto viene a cuento porque en la Colonia Casa Blanca del Centro Histórico de la capital queretana, Mario Enríquez Lara era uno de los vecinos muy conocido, y tenia de mote: “pipiolo”, asignado así por su baja estatura y su buen humor que lo acompañaba desde chamaco. Si en el centro histórico conocíamos bien al “cartelera” Urquiza, o al inefable “Flynn”, el pipiolo le daba un sello a las calles centrales de esa populosa colonia.
Perteneciente a una de las estirpes de ejidatarios de la región, el Pipiolo vivía a expensas de lo ganado por alguna venta de terrenos. Con una instrucción educativa básica, pero con una experiencia de trabajo agrícola intensa, paso su infancia y juventud en el mundo rural queretano que se fue con el pasado siglo XX. Pertenecía también a una estirpe de amigos y vecinos con motes y sobrenombres legendarios como “la zorrita”, “el güajo”, “el chaparro” entre muchos otros.
El Pipiolo le daba musicalidad y alegría a las calles de Casa Blanca con sus gritos o sus fragmentos de canciones que entonaba por las mañanas con tonayancito en mano. También representaba esa relación que guardan los integrantes de esa colonia con su tejido social de vecinos organizados y lazos familiares. Esta semana falleció Mario Enríquez Lara y lamentamos su perdida. Los cambios generacionales en nuestros barrios siguen su marcha. ¿Tú que tanto conoces a la gente de tu barrio, de tu colonia o de tu closter? ¿Qué tanto te conocen a ti? Así es como se concibe la comunidad.
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