Por Sergio Romero Serrano
El ambiente se llenó de un aroma mezcla de flor de cempasúchil, velas y veladoras ardientes, comida de la más variada cocina mexicana, sin que faltaran los clásicos tamales y el tequila. Y esperé a mis muertos. Puse sus fotos sobre el altar y esperé la madrugada, dando cumplimiento a un ritual ancestral de que regresarían, degustarían de lo que les ofrecemos, sin que falte el vaso con agua y la sal.
Pero este año fue diferente porque entre otras cosas, se incrementaron abruptamente el número de nuestros difuntos por los amigos y los parientes que nos arrebató la pandemia. Este maldito mal que parece no terminar, nos abruma, no le vemos el final y no concede treguas; que nos ha obligado a vivir de otra manera, modificando casi todas nuestras costumbre de convivencia, desde el saludo, el contacto físico, la formas de estudiar, de amar y de consumir, dejándonos muy claro lo terriblemente vulnerables que somos, a pesar de toda la estúpida tecnología que nos volvió a momentos arrogantes y soberbios, sin comprender hasta ahora lo infinitamente pequeños que estamos.
Y ahí estaban en el altar, mis muertos recientes y no tan recientes, los primeros mirándome fijamente, sorprendidos tanto como yo, preguntándome desde su lejanía fotográfica qué pasó, cómo cambió tan rápido todo esto y si realmente era el momento para ellos. Y yo, perplejo, empequeñecido, sin saber qué responder, huérfano, siguiendo el juego de la ruleta rusa.
Mi pareja llama mi atención y me dice que mis muertos están tranquilos, porque las pequeñas flamas de las velas y veladoras arden apaciblemente, no chispeantes y sin sobresaltos. Y quiero que tenga razón. Deseo de corazón que sus espíritus transiten dónde tengan que transitar, en paz y con regocijo.
No he salido a la calle pero desde la ventana de la casa puedo ver a la gente caminar, muchos de ellos disfrazados festejando el Halloween, arrastrando a sus hijos disfrazados también, escupiendo la frase amenazante en cada comercio abierto, de “dulces o truco” -los más sofisticados- y los simples “deme para mi calaverita”.
Es el Querétaro del 2021 al que pensé no llegaría a ver, porque de pronto reparo que mi fotografía debería estar sobre el altar, al que ahora miro con asombro.
Y de pronto -también- me doy cuenta que la vida es tan impredecible y tan breve, que parece solo un suspiro, pero que a cada paso que damos, nos habla y nos dice cosas maravillosas que normalmente no escuchamos, por las estridencias de la frivolidad y la arrogancia. Pero esas cosas están ahí y hasta que vemos de frente a la huesuda, se redimensiona todo.
Entonces reparamos en lo maravilloso que es poder respirar, cuando lo hemos hecho toda la vida; o caminar por la ciudad o en el campo y ver los brutales colores de un amanecer o un atardecer, que solo el ciego Jorge Luis Borges pudo ver en el mismísimo Querétaro. Y que cada minuto es una oportunidad de vivir, como dirían los españoles, “con los cojones en las manos”.
Dije que solo cuando la muerte nos mira de frente, porque en realidad ella siempre ha caminado al lado nuestro y es –seguramente- nuestra mejor aliada. Es la única que nos enseña lo que es la certeza y la inmensa aventura que es el vivir. O como diría el poeta tan queretano, Hugo Gutiérrez Vega: “cuando el placer termine”.
Lo repetí en silencio: “cuando el placer termine”. Solo entonces y hasta entonces.
Las pequeñas flamas siguieron aplacibles toda la noche, hasta que se consumieron.
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