Manuel Basaldúa Hernández
La ciudad de Querétaro se asentó desde su fundación en una zona accidentada. Los flujos pluviales que acaparaba estivalmente en la época de lluvias se desplazaban amablemente por las áreas que la corría de oriente a poniente. El cerro del Sangremal que daba lugar a sus habitantes los resguardaba. La colonia dispuso de las tierras abajo el lugar para asentar esas majestuosas casas palaciegas y diseño como tabla de ajedrez su diseño. Dejó serpenteantes las que subían a La Cruz.
El agua siempre fue motivo de interés para sus pobladores. El abasto, el drenaje y su conducción fueron tema de interés para los pobladores y sus autoridades. El acueducto de El Marques nos recuerda tercamente lo que debemos de tener siempre en cuenta a quienes habitamos estas tierras, pero que neciamente tendemos a ignorar.
A casi medio milenio de existencia, la ciudad barroca sigue con sus mismas preocupaciones sobre el agua. Nada mas que ahora con dos elementos adicionales: la explosión demográfica y el cambio climático.
La primera, que ha demandado el uso intensivo de sus recursos naturales, a medida que la mancha urbana se extiende anárquicamente y sin diseño ni plan establecido para hacer adecuada utilización del área. En el pasado nunca nos pusimos a imaginar el futuro. Y como si fuera un reto, se sigue promoviendo su crecimiento cometiendo las mismas omisiones de nuestro pasado reciente.
La segunda, es tomada como una calamidad y un mal pasajero. Como si el cambio climático solo le ocurrirá a los demás y no a nosotros porque podemos estar en la tierra prometida. Esta tierra prometida que se protege con buenas intenciones y promesas políticas, incumplidas, por cierto, en la mayoría de las veces.
La advertencia de la aguda escasez de agua que sufriría la ciudad fue repetida hasta el cansancio por Panchito Urquiza, a quien siempre llenaron de reconocimientos los gobiernos en turno, pero nunca le hicieron caso en sus advertencias y peticiones de cuidar el agua y redistribuir las fuentes de abastecimiento.
La advertencia del maestro Loarca que decía que las forzadas desviaciones de los cauces de las corrientes de agua en tiempo de lluvias en la ciudad había que efectuarlas bien, porque bastaba para, así decía, echarse una meada enfrente del auditorio de Bellas Artes de la UAQ, ahí en Pino Suarez y Juárez para ver a donde corría.
La ciudad creció sin haber construido una serie de drenes y canales para encauzar de manera articulada el agua, ni haber destinado las suficientes áreas para sofocar las avenidas de las corrientes. Y peor aun, haber destruido o urbanizado superficies donde existían bordos y canales para desaguar el agua de las crecidas en tiempos de lluvia.
La zona urbana se asentó en ellas con la complacencia o dejadez de los responsables. Y al haber invertido un patrimonio costoso e invaluable, los vecinos quedaron expuestos a los riesgos de “encharcamientos” o amables inundaciones que dañan sus pertenencias y sus propiedades.
Pasan administraciones y administraciones de los gobiernos locales y la promesa es la misma: Ya no se volverán a inundar. Y mandan cuadrillas de trabajadores para proteger temporalmente con costales de arena los lugares afectados por las corrientes de las lluvias cada vez mas torrenciales e indolentes. El agua, simplemente busca su cauce. El resultado; lo podemos ver en las noticias locales.
Los únicos que quedan como testigos temporales, y sirven como contenedores de la frustración, la impotencia por haber perdido sus pertenencias y ver dañado el patrimonio, son los costales de arena.
Los planes para modificar la traza urbana y hacer una serie de conexiones de los drenes pluviales van quedando rezagados hasta el olvido en las zonas donde siempre se ven mas afectadas las unidades de población. Y las demandas se van quedando en el olvido, mientras la voraz mancha urbana sigue creciendo con las alegres ofertas de las inmobiliarias.
Los costales de arena son los elementos perfectos para continuar mitigando la exigencia ciudadana de las afectaciones por las inundaciones de las temporadas de lluvia. Los costales de arena son la gran avanzada, de las autoridades locales, su gran interlocutor y sus vigilantes hasta que estén en riesgo de otra inundación. Los costales de arena se han convertido en los paliativos de una política pública que no alcanza a dimensionar la gravedad de los escenarios que nos impone el cambio climático y la mala traza de la ciudad contemporánea.
Deja una respuesta