Les dejamos un gran texto de Sergio Romero, que desde San Juan del Río nos descubre como el recuerdo – y la lectura- es conocimiento: por el rescate histórico del libro ante las apabullantes redes sociales
Creo tener una determinación genética por el gusto a los libros: no presumo. Siempre me han gustado. Desde niño acostumbraba a hojearlos aunque no tenía libros infantiles en casa. Yo no pasé, como muchos otros incipientes lectores, por la literatura infantil y luego por la juvenil.
El contacto que tuve con estos géneros fue por la escuela básica, por lo que nos enseñaban en la primaria y secundaria, que en esos tiempos (hablo de la mitad del siglo pasado) comparativamente con las lecturas de hoy, que casi no existen en el sistema educativo actual, era abundante y -sobre todo- de calidad. Recuerdo haber leído poesía de Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Rubén Darío, Nicolás Guillén, Gustavo Adolfo Bécquer, Carlos Pellicer y Díaz Mirón o Manuel Acuña. Extractos de narraciones como Las Mil y Una Noches o El Príncipe y El Mendigo, o Cuento de Navidad.
Entiendo bien, que estoy hablando de los clásicos.
Pero digo que mi contacto con los libros fue desde pequeño, no con los clásicos infantiles y juveniles, porque no había una biblioteca casa. Si la comida era escasa, la ropa y los zapatos, pues los libros más. Pero, extrañamente, siempre hubo libros y bastantes… y lo peor: ¡se renovaban cada semana!
El autor de este acto prodigioso de magia era mi padre y se explica de una manera sencilla: era un encuadernador, un encuadernador artesanal. Es decir, arreglaba libros maltratados por el uso y los convertía en bellas piezas artesanales, para que siguieran siendo consultados.
Hacía cosas realmente bellas, porque todo era a mano: desde deshojar todo el libro y volverlo a armar, cociendo sus cuardenillos u hojas sueltas, ponerle pastas nuevas, forradas con keratol, tela o piel; con lomo, costillas y esquineras, con letras en papel oro, en portadas y lomo que casi siempre era redondo.
Encuadernaba un promedio de quince a treinta libros a la semana y sus clientes eran, obviamente, los lectores asiduos más importantes de la ciudad, que formaron bibliotecas personales significativas, cuyos destinos finales fueron relativamente lamentables para nuestro estado. De esto señalaré algo más adelante.
Sus clientes eran lectores, -ya lo mencioné- gente común y corriente, profesionistas, etc., pero destacaban particularmente los abogados, y entre ellos los notarios, por el registro en libros que en aquella época se realizaban de sus negocios.
Conocía y trataba con la mayoría de los abogados de la localidad, aunque también trabajó para gobierno del estado, en el encuadernado de los libros del registro civil (nacimientos, bodas y defunciones) de la capital y sus municipios.
Pero de esos abogados, lectores asiduos, menciono tres importantísimos: Fernando Díaz Ramírez, fundador de la UAQ; Guadalupe Ramírez Álvarez, Rector y maestro decano de la Facultad de Derecho; y Antonio Pérez Alcocer, filósofo y maestro universitario. Ellos entregaban para encuadernar, sobre todo Fernando Díaz Ramírez que no le fallaba, cinco o seis libros. Y esto fue por varios años.
Ahí entré en contacto con los libros de historia, particularmente. Recuerdo algunos títulos que me impresionaron del fundador de la UAQ, por su autoría: El Sitio de Querétaro y los Gobernadores de Querétaro.
También recuerdo La Banda del Automóvil Gris, que no lo escribió él, pero igual me gustó mucho.
Otro que no recuerdo el título, sobre el padre Agustín Pro y el magnicidio de Álvaro Obregón. También me impresionó porque era entonces un niño y entonces me enteré que los libros los escribían las personas y que yo conocía ya a uno de ellos: ocasionalmente acompañé a mi padre a hacer la entrega de los libros restaurados y el autor siempre me daba la mano, aunque nunca se me ocurrió pedirle el autógrafo.
Con el paso del tiempo, me consta que los mencionados crearon importantes bibliotecas de cientos de libros, siendo -tal vez- la más grande, la de Fernando Díaz, seguida por la de Guadalupe Ramírez Álvarez.
Cuando fallecieron ambos, la UAQ intentó adquirirlas, pero su incapacidad económica se lo impidió. La de Fernando Díaz fue adquirida –ignoro las condiciones- por la Universidad Autónoma de Nuevo León y forma parte de la Biblioteca Alfonsina, una de las universitarias más importantes del país. La de Guadalupe Ramírez, solo una parte llegó a la UAQ: la que llamaron La Sala del Tesoro, conformada por libros de colección y rarezas bibliográficas, que estuvieron en exhibición algunos años en la Biblioteca Central.
Actualmente desconozco su destino. Perdimos parte de ese acervo. Hoy, con las nuevas tecnologías, el internet y todas sus infinitas posibilidades de información y entretenimiento, los libros y las bibliotecas han transitado a una “virtualidad relativa”, pero hemos creado generaciones de analfabetos funcionales que saben leer, pero nada más manuales y tutoriales. Jamás -u ocasionalmente- han pisado una biblioteca física.
Para muchos de ellos es un espacio extraño y no amigable. Los jóvenes y los niños no tienen casi contacto con los libros. Son en su mayoría, demasiados visuales, gráficos, pictóricos. La imagen y el movimiento los embelesa. La letra impresa les aburre.
Además, no pueden mantener la atención en algo por mucho tiempo, aún en las imágenes en movimiento. Las secuencias deben ser rápidas (revisen las películas de “acción” y las telenovelas).
El esfuerzo los agota. Escribir les cansa. Los mensajes por wahtsappt están llenos de pequeños íconos para no escribir.
El lenguaje se ha convertido en algo muy elemental y pobre (el wey, la madre y la chingadera es el soporte de la comunicación. Bueno recientemente han agregado la palabra verga, a parte de los modismos anglosajones: influenser, friqui, selfi, fashon,millennials). La literatura tradicional está fuera de las aulas y de los programas de estudio.
Son muy pocos, poquísimos, los jóvenes que alcanzan a desarrollar un gusto por la lectura y ello es por influencias fuera del sistema educativo, lo que les provoca a esos pocos, desánimo y frustración en el sistema escolar. Todo esto ha permeado la vida actual en todas sus manifestaciones.
Incluida la política. Basta oír hablar en sus discursos a la mayoría de los políticos. No solo no hay buenos oradores o medianos oradores. Ni siquiera hay propuestas políticas interesantes en un sector muy basto de ellos, que recojan y reflejan la realidad de los ciudadanos de a pie.
Si partimos de la base de que las estructuras mentales determinan el lenguaje, podemos concluir la gravedad del hecho. Basta revisar las declaraciones de los contendientes de hoy día y sus mensajes publicitarios, para comprenderlo.
Necesitamos una revolución educativa y cultural. Algo así como lo que intentó José Vasconcelos. Acercarnos más a los libros y a la lectura.
Disculpen: olvidaba decir que mi padre fue Manuel Romero Estrayer y que me acercó –involuntariamente- a los libros y al cine, porque por las tardes, después del trabajo de la encuadernación, trabajaba de proyectista de las películas en el desaparecido Cine Reforma, que algunos de ustedes habrán de recordar.
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