Sergio Romero Serrano
300622
En junio de 1961, Fidel Castro izaba la bandera blanca, declarando a Cuba libre del analfabetismo. Fue uno de los varios logros que desde un principio tuvo la revolución en ese país –entonces tenía una población de 7 millones de habitantes, hoy son poco más de 11- y fue un ejemplo, en su momento, de lo que se puede realizar con la voluntad política en sincronía con la voluntad popular.
Han pasado 61 años de esa proeza que implicó –entre otras muchas cosas- movilizar a 100 mil alfabetizadores voluntarios, en su mayoría jóvenes que llegaron a todos los rincones del territorio, concentrándose principalmente en el campo y la sierra maestra –donde el porcentaje de analfabetismo era del 80 o 90 por ciento de la población mayor de quince años- desde donde bajaron los barbudos para acabar con el régimen del dictador Fulgencio Bautista.
En México tuvimos una experiencia similar –veinte años después de la cubana- pero no tan exitosa, en el sexenio de José López Portillo, cuando creó el Programa Nacional de Alfabetización, PRONALF, por sus siglas, y que posteriormente derivó en el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos, INEA por sus siglas, en 1981, del cual soy un humilde sobreviviente.
Debo confesar que me involucré en el proyecto desde su fase inicial, PRONALF, contagiado por el entusiasmo que me producía saber de la experiencia cubana. Participé plenamente convencido de que era una tarea importante para el país y uno de los pocos aciertos que tenía la administración lopezportillista.
Más tarde me desilusioné –aunque no me arrepiento- pues las tareas de la educación para adultos en mi país fueron aleccionadores de muchas cosas, buenas y malas como se habrá de imaginar, amigo lector.
A mí me permitió crecer profesionalmente y como persona, porque el INEA me capacitó en áreas de la comunicación, particularmente en la radio, ya que pude coordinar en el estado de Chiapas un programa piloto que simultáneamente se produjo en Guanajuato y Chihuahua, que llevó por nombre “Nuestras Palabras” y que después de esta fase se instrumentó a nivel nacional, como un elemento de apoyo a las tareas de la alfabetización y la educación básica en todo el país, siendo el programa de mayor cobertura después –por supuesto- de la hora nacional.
Casi simultáneamente comprendí –después de trabajar en el INEA Querétaro, Chiapas y San Luis Potosí, que la institución era una forma elegante de gastar el presupuesto y políticamente una justificación de que la educación le interesaba al gobierno.
A 41 años de distancia del primer gran esfuerzo mexicano por erradicar el problema, seguimos teniendo casi 4 millones y medio de analfabetos, el 4.7 por ciento de la población que no sabe leer ni escribir. Cuba lo erradicó en un año, nosotros tenemos cuatro décadas y no podemos con el problema.
Adicional a esto, con datos de 2020, los más recientes disponibles, un 8.6 por ciento de la población no ha concluido sus estudios de primaria, lo que representa poco más de 8 millones de personas mayores de 15 años; y 16.5 por ciento que no terminaron la secundaria, lo que representa 15.59 millones de personas mayores de 15 años.
Todo esto hace la extraordinaria cantidad de 28 millones de personas, mayores de 15 años que están dentro del rezago educativo nacional. Es un dato preocupante.
A este ritmo, tardaremos de resolver el problema en 382 años más, según algunos investigadores de la UNAM. El país no lo resiste.
Durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, al INEA le recortaron el presupuesto hasta casi hacerlo desaparecer y convertirlo en lo que ahora es: una institución poco efectiva, con un trabajo y una eficiencia casi simbólica después de haber sido muy importante, porque había círculos de estudio para alfabetizar y terminar la primaria y la secundaria, hasta dentro de los propios centros de trabajo.
Al interior de la institución trabajó gente muy comprometida y entusiasta, que veían al igual que yo, una forma de contribuir al desarrollo y el bienestar del país. Pero no solo en los trabajadores. Hubo también mucho entusiasmo en los educandos que prestaban sus casas y sus enseres para los grupos de alfabetización y ellos mismos traían a sus familiares y conocidos para que aprendieran a leer y escribir.
Yo recogí testimonios de ello en comunidades muy apartadas de Yajalón, en el estado de Chiapas, por ejemplo, donde indígenas tzotziles me dijeron mediante traductor, que deseaban leer y escribir en castilla, “para que el ladino no nos siga engañando”. O en Santo Domingo, San Luis Potosí, donde un anciano de 80 años había obtenido su certificado de primaria y me declaró que lo había hecho “para darle ejemplo a los jóvenes que no quieren estudiar”.
Recuerdo me pidió le tomara una fotografía, donde aparecía sentado en su humilde silla, mostrando muy orgulloso su certificado, como si fuera su 30-30 de la época de la revolución.
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