EL LLANO EN LLAMAS
Sergio Romero Serrano 140923
Después dela toma del poder por la guerrilla de Fidel Castro y sus barbudos en Cuba, 1959, el 2 de octubre de 1968 y el Halconazo el jueves de Corpus en 1971, el cuarto acontecimiento que cimbró la consciencia política de mi generación, fue el golpe de estado a Salvador Allende, en Santiago de Chile, en 1973.
Estábamos terminando la preparatoria en la UAQ y sabíamos del triunfo de la Unidad Popular que llevó por primera vez en la historia moderna a la toma del poder, por un personaje de izquierda a través de la vía democrática, posibilidad considerada hasta ese momento como una utopía. La revolución y la toma del poder por la izquierda, debía ser a través de la lucha armada –necesariamente- se sostenía entonces.
Los acontecimientos en Chile generaron una desilusión y un desaliento, no solo por la aparente cancelación de un proyecto político que generaba la esperanza por un mundo mejor, más justo y más equitativo, sino también por la brutalidad con la que se pretendió exterminar el ejemplo de Salvador Allende, hace ya cincuenta años.
Más tarde, se repitieron experiencias similares en casi toda América Latina, patrocinadas por los generosos Estados Unidos, con su histeria sobre los peligros del “comunismo”, y que llevaron a una represión sin precedentes en la historia contemporánea, con una inmensa pérdida de vidas humanas que abrieron heridas que hasta hoy no han sanado.
Todo, con el beneplácito de las oligarquías locales que históricamente han buscado, desde nuestros respectivos movimientos de independencia, detener el avance democrático de nuestras sociedades, invocando sus privilegios y canonjías de nacimiento y por la voluntad divina. También, hasta el día de hoy.
Todos estos acontecimientos represivos han buscado erradicar ese anhelo de crear sociedades más justas y equitativas, aunque solo hayan conseguido retrasar –por algunos momentos históricos- estos avances inexorables en la larga línea del tiempo.
En el 68, buscaron arrancar de tajo un movimiento juvenil que solo pretendía matizar el autoritarismo gubernamental y garantizar la libertad de expresión. Algo tan simple y elemental.
Con la brutal represión lograron una toma de consciencia sin precedentes por parte de la población y luchas sociales más organizadas y articuladas. En el Halconazo, sucedió algo similar.
Por su parte, el golpe de estado en Chile consiguió divulgar la experiencia de Allende y el desprestigio de las fuerzas armadas en América Latina fue descomunal, ya que se comprendió que no servían para defender a sus pueblos sino reprimirlos.
Y así un sinfín de desatinos de las fuerzas más retrógradas de nuestros países que son muy bastas: van desde el asesinato del Ché Guevara en Bolivia, al que pretendieron callar y lo convirtieron en un mito, un ícono de las luchas revolucionarias; los fraudes electorales en México por un PRI que fue y es un costal de mañas para distorsionar la voluntad popular, hasta hoy con un INE y una Suprema Corte de Justicia de la Nación, que buscan debilitar un movimiento político que viene de muy lejos y que se ha nutrido –a pesar y después de todo- de esas batallas contra la represión. Los retardatarios han ido perdiendo espacios y credibilidad de manera sistemática y progresiva.
El avance es evidente. En México difícilmente se volverán a los tiempos de la simulación y la represión abierta, brutal y sostenida. La resistencia a los cambios continuará, pero cada vez es más débil y fragmentada.
No deja de ser extraordinariamente paradójico: buscando aniquilar una corriente política sólo han conseguido multiplicarla.
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